La televisión a debate




            Las diversas cadenas televisivas han encontrado una fórmula barata, sencilla, eficaz y siempre renovable como las energías ídem, que no es otra que los debates, tertulias, charlas, coloquios, mesas redondas, o como quieran llamárseles en cada ocasión, según la cadena de televisión en cuestión, a los programas en los que un grupo de invitados de distintas ideologías se sientan ante las cámaras para hablar de todo lo divino y lo humano, sobre todo de lo humano en cuanto se refiere a la política, la mayoría de las veces, de manera distendida y, en otras ocasiones aunque son las menos, con bronca incluida y salidas del plató de algunos de los participantes con actitud airada por algún comentario, crítica o supuesta ofensa que le han inferido alguno de sus oponentes que no se retracta ni pide disculpas, provocando así la marcha del tertuliano ofendido. Estas situaciones son las menos, afortunadamente, aunque no para muchos de los espectadores que preferirían que fueran continuas, pues se regocijan viendo cómo los defensores de tal o cual partido político o ideología se enzarzan con sus oponentes  en discusiones bizantinas en las que las voces se alzan y los modales bajan del nivel  permitido en una tertulia de gente civilizada, y se arma lo que vulgarmente se llama la marimorena, sin querer hacer  alusión a un programa de debate televisivo homónimo..

            La fórmula de tales programas televisivos es bastante simple y nada complicada, pues no hace falta recurrir a un aparatoso escenario ni a costosas puestas en escena, ya que con una mesa y tantas sillas como invitados es suficiente, además de un plató sencillo y sin grandes pretensiones que serían más propias de programas espectáculos en los que la forma cuenta más que el fondo, porque muchas veces no existe éste. Basta con estos sencillos elementos para ofrecer un programa de esa características, el enésimo contando todos los existentes anteriormente, a los que se suma el que crea la cadena televisiva que se da cuenta de que todas son ganancias con programas de esa índole, por los diversos anuncios emitidos durante el mismo, además del bajo costo de producción y realización, y teniendo en cuenta  que  no hay demasiado campo para el error, pues el guión es inexistente y son los propios invitados los que expresan sus propias opiniones y se responsabilizan de ellas, sin necesidad previa de guionistas que escriban lo que tienen que decir. 

Todo ello supone unir la ventaja del  bajo costo que representa pagar  a los invitados las cantidades siempre modestas y usuales en estos casos, según baremo y teniendo en cuenta el prestigio de los invitados, a  la sencillez de la producción,  por lo que todas estas cuestiones no plantean la duda de si el programa pueda ser viable o no, porque la fórmula en su sencillez ya vaticina un éxito seguro sin inconveniente o riesgo  alguno

Los invitados suelen ser cronistas políticos, historiadores, diplomáticos, políticos ya retirados de la vida pública, altos mandos militares (los menos), profesores universitarios de de diversas áreas del conocimiento, cuando así lo exige el tema a tratar, etc.. Naturalmente, la fórmula no se acaba con esta relación de habituales a las tertulias, porque también pueden ser invitados personas del mundo de las artes, la economía, el derecho, las finanzas y un largo etcétera, pero siempre que el tema a tratar lo demande y como figuras añadidas al elenco antes mencionado que son los, llamémosles, los comentaristas de “la casa”.

Esta abundante programación de debates televisivos especialmente políticos, aunque también los hay que abarcan desde temas concretos de actualidad en general, hasta los que tratan de temas criminales por sucesos de esa índole que se han hecho tristemente famosos, va creando una atmósfera de crispación social porque el ciudadano desayuna, come, merienda y cena, si es un adicto a la televisión como suele ser la mayoría de la gente, siempre acompañado por esos programas de actualidad política que invaden los hogares a través de la pequeña pantalla, desde primeras horas de la mañana hasta bien entrada la madrugada, haciéndole la sobremesa más entretenida, pero también más tensa, e irritante, cuando no insoportable, al oír el último caso de corrupción, los desmanes de tal o cual político, o los despropósitos dicho por algún otro. Todo este bombardeo de opiniones controvertidas, de descalificaciones mutuas, sospechas no confirmadas, infundios que quedan prendidos en la memoria de los espectadores, verdades incuestionables para quienes las pregona, aunque sin las pruebas correspondientes, previsiones catastróficas y un largo etcétera, va convirtiendo los hogares españoles en tribunas improvisada de discusión entre los miembros de cada familia, cuando no hay consenso –esa palabra tan al uso en la jerga de la democracia-, que termina siendo un campo de cultivo de riñas, discusiones y malas caras entre quienes no  opinan igual dentro del ámbito familiar, y también, de crispación e indignación para el espectador que oye los nuevos casos de corrupción, de incompetencia o de pura y dura desvergüenza de los políticos y, bien por estar solo y no tener con quien discutir o, en el caso de vivir  acompañado  y pueda compartir la misma opinión -lo que ya es más raro en esta sociedad en la que hasta la mascota de la casa, a fuerza de oír  continuamente todo tipo de razonamientos políticos encontrados, se considera una experta en política y ladra o maúlla a los tertulianos  representantes del bando contrario por puro mimetismo de lo que hacen sus dueños-, se pregunta si merece la pena seguir pagando impuestos para que después vengan unos “chorizos” a llevarse lo que tanto trabajo le cuesta ganar a quien sólo tienen su dignidad y su escaso patrimonio  conseguido gracias a su esfuerzo. También, se pregunta si merece la pena seguir votando a tal o cual partido al que había votado en las elecciones anteriores porque, vista la situación y los nuevos escándalos que  estallan con la velocidad del rayo, sólo queda la solución de mandar a los políticos, a Hacienda y  a los deberes ciudadanos a la porra, antes de seguir pensando, por pura ingenuidad, que los candidatos que prometen esto y lo otro cuando  se acercan las elecciones, van a cumplirlo cuando accedan al poder, ya que demuestra la experiencia que sucede siempre lo contrario,, lo que les hace pensar, cuando oye a los diversos tertulianos contar las últimas y pringosas noticias políticas, si  es hora de dejar de hacer el tonto porque para listos ya están los políticos y sus oscuros tejemanejes.
            
Tanto debate televisivo, tanta información política encontrada y discutida que podría servir a cada espectador para reflexionar, informarse e interesarse por la cuestión política  que es cosa de todos, cuando es excesiva con tantos debates, tertulias, charlas, informativos e informes sobre tal o cual cuestión política,  provocan en los espectadores el efecto contrario a lo que se supondría que debería ser, pues el espectador, en vez de interesarse más por la política, tema sumamente importante para todo el conjunto de la sociedad, se empacha de oír siempre las mismas tropelías, abusos, injusticias y promesas falsas, en su opinión; y si no puede o quiere dejar de ver la televisión que le entretiene tanto, cambia de canal y decide ver a otros programas que no le hagan sentirse un perfecto imbécil por creer, o haber creído,  que la política no es otra cosa que la cueva de Alibaba  y los cuarenta ladrones. 

Para evitar esa desagradable sensación de estar haciendo el primo, sobre todo cuando  se ha creído  lo que decían  los candidatos de su partidos político preferido – en caso de tenerlo-, de cara a las próximas elecciones municipales, autonómicas o generales, prefiere, cansado, irritado y desanimado, ver programas más amenos en los que se pueda encontrar a gente como él/ella,  en la que sí se reconoce  por ser  gente normal, de la calle, que vive, piensa y siente  igual que quien mira la  televisión y que nunca le defraudan a la hora de pasarlo bien. Por eso prefiere ver “Mujeres, hombres o viceversa”, “Gran Hermano” o “Sálvame de Luxe” o programas similares de otras cadenas, cuando no las retransmisiones de fútbol, toros, boxeo, etc., según el sexo, la hora y el día, porque en ellos está la vida real y la gente honrada que no engaña ni roba a nadie, sólo cuenta sus problemas o su vida privada –previo paro de su importe-, y le hace pasar un buen rato a quien sólo quiere olvidarse de sus propios problemas y de su frustrante vida, oyendo los de los demás, pero sin que le hagan sentir que es un “pringao” que sólo importa a la hora de dar el voto y después que cada uno se las arregle como pueda.


            El exceso de información política – cuando no es pura demagogia-, no consigue el fin previsto que es la formación de un criterio político en quien aún  no lo tiene, en reafirmarlo en quien ya sí lo tiene; o bien, en conseguir adeptos a tal o cual ideología o votos para un determinado partido, en el caso de los indecisos. El efecto es el contrario cuando quien escucha no entiende más razonamientos que constatar si la propia cuenta corriente está en números rojos o, por el contrario, tiene un abultado saldo. Y lo único que le importa es saber sii su trabajo –en el caso de tenerlo-, lo va a seguir teniendo dentro de unos meses, y si podrá seguir pagando la hipoteca y la cesta de a compra. Todas la opiniones  encontradas de unos y otros, las informaciones sobre corruptelas ciertas o supuestas, las descalificaciones de políticos de cualquier partido, o los tristes vaticinios de los futuros problemas que pueden nacer de si ganaran estos o aquéllos, les resbala al espectador, al ciudadano normal y corriente, que no entiende muchas veces la jerga política que le cansa y le crispa, porque tanta información sólo le sirve para reafirmar ya su intención de voto, si la tuviera formada con antelación o, peor aún, la decisión de no votar a ningún partido porque queda claro que son todos iguales.
             
El criterio político sólo se consigue con estudio, reflexión y búsqueda de información rigurosa y veraz, no a través de las opiniones de los contertulios televisivos que defienden sus ideas personales, coincidentes o no con las del espectador a quien no le cambiará ni un ápice la suya propia a no ser para peor de su partido y de los contrarios, porque, a la hora de votar, no se hace con la reflexión, el análisis o la lógica, sino que se vota desde la emoción, la frustración y la ira. Y esos sentimientos no hay tertulia o debate televisivo que pueda mitigarlos o cambiarlos por la mera exposición, más o menos acertada, del tertuliano de turno que, al defender sus ideas y/o intereses, podrá o no coincidir con los del espectador que le escucha, pero nunca llegará a convencer a éste  de que la razón está en el bando contrario de las ideas a las que tiene como ciertas, en un firme propósito de adhesión a las mismas o, lo que es más frecuente, en un fuerte rechazo a quienes defienden las ideas opuestas.

Información, sí y siempre, pero no hay que esperar que los debates políticos puedan encender la llama vacilante de una sociedad que pasa de la política porque se da cuenta de que los políticos en general pasan de ella completamente cuando ya han conseguido su preciado voto, y es con esa indiferencia y rechazo hacia todo “lo político”, el verdadero voto de castigo que el ciudadano normal suele emplear con la clase política, a la que oye llamar “casta”, porque se  el pueblo se siente excluido de ella y de sus muchos privilegios, es el voto en blanco o no votar,  ya que sólo le queda la posibilidad de no escuchar más a unos y otros, para dedicarse a cosas que más le entretienen, le relajan o le hacen olvidar el pago de la hipoteca. Eso sólo lo consigue cuando le hablan de los males de amores de las famosas o del gol que ha marcado tal jugador y que salvó el partido. Eso sí que le incumbe y le interesa. Y el rollo político que se lo cuenten a otro, porque Dios dijo eso de que hay que ser hermanos, pero no primos.
            
Mientras, las televisiones siguen creando programas de debate político, porque tertulianos dispuestos a ir a las televisiones los hay a punta pala, y es mucho más barato hacer un programa que hable de esos asuntos durante una o dos horas, y así entretener al personal por cuatro euros, que no tener que contratar a cualquier famoso o aspirante a serlo, pagándole un  una suma deshorbitante, para que cuente sus venturas y desventuras conyugales que, además, suelen tener siempre el peligro de las numerosas demandas que reciben las productoras y los intervinientes en tan casposos programas por los comentarios y las noticias falsas o ciertas que aventuran de los protagonistas del culebrón de turno..
            
Las  cadenas televisivas siguen debatiendo políticamente con verdadero entusiasmo, mientras no encuentren otro filón igual para llenar horas de programación a bajo costo y con una audiencia media asegurada, porque nunca faltan los interesados en la política, aunque sólo sea para ciscarse en la madre de unos y otros de los diferentes bandos, sin que tengan que molestarse a asistir a un mitin o esperar al político de su ojeriza a la salida de un acto oficial para abuchearlo y acordarse de su padre.

 Por ese motivo, los debates televisivos realizan una labor social importante que es la de entretener informando, por un lado, y la de cabrear y desahogar por otro al espectador que así puede ciscarse en los políticos presentes o simplemente aludidos, los representantes de los partidos adversarios y en los diversos organismos públicos a los que considera los artífices de sus problemas económicos, laborales, sociales y familiares.

 Los debates políticos, por lo tanto, son una manera fácil y sencilla  de informar y entretener al personal a un precio muy barato en estos tiempos de crisis y prestan un gran servicio social a los espectadores que pueden así, de forma segura, cómoda y sin inconveniente alguno que no sea una súbita subida de la tensión arterial, poder dar rienda suelta a toda la bilis almacenada durante el día, en un espontáneo desahogo que alivia la tensión de muchos espectadores que no son aficionados al fútbol o a cualquier otro deporte de masas que sirve para el mismo fin de aliviar tensiones. Por todo ello, deberían declarar a los debates televisivos como un servicio de utilidad pública.


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